Aoketekete y otros relatos del río – 5 editado por Fundación Arte y Ciencia, beca de creación Vigías del Patrimonio Alcaldía de Medellín
La soledad del día
Ángela Penagos Londoño
La mujer le dio una palmada en el rostro con severidad y gritó: “Vaya a la tienda a comprar el pan para el desayuno”. Ella era muy dura y le descargaba todo su odio. Él salió llorando hacía la puerta y llegó a la calle desierta. Pensó que lo castigaría, no sabía a ciencia cierta por qué, se sintió atrapado por el desamparo. Como autómata empezó a caminar sin rumbo fijo. Había tomado la determinación de huir tras el paso a paso que lo iba alejando de la casa.
Wilfred, llegó a la calle a los 9 años. Desde bebé había vivido con esa mujer que reemplazaba a su verdadera madre. “Ella es bruja”, dijo, encogiéndose de hombros. La casa asfixiaba, todo estaba en desorden, los muebles apretujados, los cuadros torcidos y sus paisajes cansados de estar colgados en esos muros secos. En un cuarto había un vaso con agua, velas prendidas siempre, alumbrando retratos y el humo oloroso del incienso. En una mesa estaba el tarot, un paquete de tabacos y en un rincón unos huesos sacados de un cementerio cercano.
Wilfred es delgado y huesudo, sus ojos claros se cerraron para contener las lágrimas asomadas al evocar la historia. El cielo estaba despejado y a su izquierda, recostada en el andén, su maleta negra.
“La calle tiene un ruido que llena” dijo. Ese ruido se ha instalado dentro de él. Los vendedores gritando, la gente que viene y va en esa inmensidad de ciudad. Recuerda que se alimentaba pidiendo sobrados en los restaurantes y dormía en una bomba de gasolina.
Cuando lo conocí, vivía en la boca de un desagüe del rio Medellín, a la altura de Vegas de El Poblado. Santiago, mi hijo de 12 años era su amigo. Le daba comida y ropa, cuando el río se la arrebataba. Lo animaba, se interesaba por su mundo, conversaban sobre el reino del agua y de la tierra. “Santi me ayudó en la cuestión moral, anímicamente me dio confianza, me supo valorar. Él vio mi corazón, no mi rostro”, dijo, tras un suspiro.
Hace dos meses fuimos a buscarlo al barrio Guayabal. No fue fácil encontrarlo. Salimos varios días en su búsqueda. Un domingo a las 10 de la mañana, después de haber hablado con el señor que vende papas fritas en el atrio de la iglesia, nos confirmó que “El alemán” como lo llaman, duerme en una banca del parque. La espera fue un desafío porque nos tocó enfrentarnos a las miradas inquietas de sus habitantes que nos veían como intrusos. Cuando estábamos decididos a irnos, tímido, brotó como de la nada, y al vernos sonrió con gratitud, empuñó su mano y la llevó al corazón en un gesto de amor que leímos en esas mejillas pálidas de piel reseca y ojos azules. Nos conmovió cuando dijo: “El corazón cuando no se llena de amor, se pone duro”.
Vestía una sudadera negra y en su mano derecha tenía un trapo de cuadros rojos y blancos que apretaba con fuerza. En la muñeca izquierda tenía unas manillas verdes y azules y en la mano cargaba la maleta negra, que nos dijo era su hogar.
El río acompañó mi soledad
Empezó a vivir en esa cueva porque Patricia, que residía en la otra orilla con su compañero, se había apoderado del espacio. Sin embargo al morir él, se sintió sola y trastornada. Solo la acompañaban los susurros del río. Por esa calamidad y la recomendación de un amigo en común, le dio permiso a Wilfred para habitar el otro lado del río y le regaló unos plásticos para que armara su cambuche. Era su refugio, ahí descansaba muy bueno y el ruido del agua lo arrullaba para dormir. A veces, en la soledad del día se inspiraba, le cantaba y le hablaba. Por momentos sentía como si el río le hablara de sus nostalgias y dolores. “El río compartió su piel conmigo, nos habíamos hermanado”, dijo.La soledad del día
La soledad fue su mundo. Habla poco y observa mucho. Todos los días se levantató con ganas de ser feliz y se sentía libre como el viento. La soledad es un juego cruel que tiene vida, a veces sentía una angustia terrible, entonces miraba el firmamento buscando un dios en quien confiar. Su rutina de trabajo empezaba a las 7 de la mañana, se bañaba con agua del río, cuidaba carros y lustraba zapatos. Aprendió el oficio en un internado del Municipio de Medellín. “Me iba bien, le traía la comelona a Patricia, nos volvimos como hermanos”.
Cuenta que cuando llovía mucho, dormía con un ojo abierto, el otro medio cerrado y el oído atento porque el río rugía. Muchas veces vio cómo el agua se creció llevándose sus pertenencias y dejando solo el arenero.
El río serpenteaba desde el sur, se desbordó una noche, parecía un manto café con chamizos, rayando las paredes de la cueva. Se puso alerta, se agarró como pudo para no caer, temía que se lo llevara el río. Se sentía con el agua al cuello, el crudo invierno no le daba tregua, se refugiaba en un rinconcito esperando que escampara y que bajara la corriente. Rezaba lo que se sabía y con los ojos cerrados le pedía a la vida que le diera otra oportunidad.
Al río lo matamos los humanos
Recuerda que la luz del sol se diluía en las aguas del río que bajaba manchado cuando las tintorerías descargaban sus aguas residuales que lo contaminaban. Era el preámbulo de la destrucción. “Ahora el río nos va a matar a nosotros, se nos vendrá encima si no lo cuidamos.” Lo miré con pesar, Wilfred quería decir muchas cosas, necesitaba que oyéramos su llamado. El agua del río no se puede tomar y uno se baña ahí por la última, pero no es conveniente. Yo lo hago, pero antes soy muy de buenas que no se me haya caído el pelo y otras cosas”. Y remató con un augurio inesperado: “Pero se puede recuperar”.
Recuerda que una vez se enfermó de apendicitis, con ese dolor tan fuerte se le hacía difícil entrar y salir del río. Estaba exhausto, lo hospitalizaron y lo operaron. Salió tan débil que no tenía fuerzas para regresar. Desterrado y acongojado salió a buscar otro lugar para vivir, guarda discretamente palabras de agradecimiento al río que lo había acogido durante 10 años. Ahora se siente como un fantasma en medio de una sociedad indiferente. Dice que la ciudad es ruido, caos, un nudo de orfandad, mientras que el río es un vientre donde se acuna la vida. Adaptarse a la calle fue difícil.
La maleta negra
Ese domingo, mientras hablábamos, se mantuvo de pie con el trapo de cuadros apretado entre una mano. Yo miraba la maleta negra que estaba a su lado. Le pregunté que tenía en ella. Tosió, la alzó, la echó hacia adelante, la puso en el piso, mientras los pitos de los carros, el zureo de las palomas y las hojas cayendo de los árboles como fondo, contestó “En ella está lo que más quiero, mis recuerdos y lo necesario para mi vida”.
El cielo brillaba. Empezó a poner en el cemento: dos libros, un par de zapatos negros de cuero ajados, la ropa y una cobija de color indefinido, “sin ésta, me siento desprotegido. Es la única que me abraza, entibia mi existencia y me ayuda a sobrellevar los días iguales, sin resentimiento”.
El río le enseñó que para vivir era necesario bracear ante las arremetidas de su bravura. Mientras sus palabras se desvanecían ahogadas en medio de un mundo ajeno para él, yo lo veía naufragar en los recuerdos como si fuera un barco varado sobre la playa. Nadie sabe, ni le importa sobre las aguas de qué río va flotando, sometido a los vientos y a las mareas de una ciudad incierta.
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Perfil
Fui bautizado con el nombre de Wilfred Ospina Isaza en la pila bautismal de la iglesia de San Nicolás de Aranjuez. Tengo 59 años de edad cumplidos. Creo que sin hijos, oriundo de Medellín.
Soy blanco, cabello corto, ojos azules. Me llaman “El alemán”. Vivo en la tercera banca del parque de Guayabal, a mano derecha, diagonal a la iglesia de Cristo Rey, desde el 2004 cuando abandoné el río Ayurá.
DATOS PERSONALES
Residencia: Maleta negra
Correo electrónico: noaguantomas@hotmail.com
Estudios: Universidad de la vida, sin tesis de grado, con práctica en mantenimiento de calzado.
Deportes: Safaris acuáticos, festivo contacto con el agua.
Amuleto de la buena suerte: escapulario verde de la Milagrosa
Celular: Sin Tigo
REFERENCIAS PERSONALES
Párroco: José Pedro Betancur
Compañera del río: Patricia Paniagua
Agente de Policía: Robinson Guerra
REFERENCIAS FAMILIARES
Sin vínculos de sangre.
DESTINO
Solitario y silencioso mientras el sol se quema en la montaña.
Respetuoso con la sociedad que me mira de reojo, con temor.
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