Un árbol luminoso
abril 14, 2016 por fundarteyciencia
Cuento
Un árbol luminoso
Ángela Penagos Londoño
– “Si pudieras darte cuenta de que tú y yo somos una sola llama”.
En ese domingo interminable Francisco no tenía ganas de hablar con nadie porque estaba acongojado por la muerte de su esposa. Perder a Betsy es perder parte de mí, decía. Se recostó en la silla, subió el cuello de su saco y guardó las manos en los bolsillos. En su mente surgía la sonrisa de ella como un regalo, como una luciérnaga que le atraía con su luz.
Francisco pasaba los sesenta años. Delgado, de hombros sólidos, con una pátina de nostalgia en su mirada y el cabello plateado como los yarumos que se asoman en la montaña. Su amada Betsy lo había animado a vivir en el campo para cultivar la tierra y compartir más tiempo juntos.
Así fue como compró una finca rodeada de árboles frutales con un huerto donde Betsy sembraba lechugas, tomates, toronjil. Sus ojos brillaban de alegría cuando después del café mañanero que bebían juntos, ella, armada de semillas e ilusiones, preparaba los surcos y depositaba con amor granos que se convertirían en plantitas, y él, con hacha y machete salía a recoger leña y a tumbar malezas.
Al finalizar el día, cansados pero felices, se refugiaban en la casa de campo para compartir detalles de sus labores. No imaginaron que en el crepúsculo de su vida descubrirían la felicidad en las cosas simples y sencillas. Esa dicha solo duró seis meses.
El verano con su esplendor había pasado. Las lluvias torrenciales asolaban la región. Cierta mañana, cuando Francisco partía algunos troncos para encender el fuego de la chimenea, escuchó un grito agudo. Soltó el hacha y corrió hasta el huerto. Allí, acunada por las lechugas y los tomates, yacía Betsy mirando al cielo, inmóvil, liberada de las exigencias de la vida. Francisco lloró como un ser abandonado, sintió frío por todo su cuerpo. Se dobló, le acarició el rostro, tocó el corazón, que ya no latía. Se preguntaba, cómo iba a vivir sin ella.
La levantó, la llevó en sus brazos hasta el lecho rodeado de un gran silencio. Francisco seguía temblando en su interior. El reloj de madera de la mesita de noche ya no marcaba el tiempo. Recogido entre el dolor y la montaña, aguardó la otra luz del día.
Francisco sabía del amor que ella tenía por el campo, así que siguiendo un impulso, enterró sus cenizas bajo el palo de mango, rezó por su alma y dijo: “Betsy, sabes cuánto te he amado y ahora me levantaré cada mañana sin ti. Si pudieras darte cuenta que tú y yo fuimos una sola llama”.
Desde entonces, prisionero de sus lágrimas y para sobrellevar la soledad, se sentaba en la mecedora hasta que llegaba la noche. Su deseo de verla, hacía que las sombras pincelarán su imagen. Se atormentaba hasta la locura. No podía olvidar su cara redonda y ojos pequeños sonrientes. Betsy continuaba viva en su mente.
En el árbol, ella, lo llenaba de luz. Hacía las nueve de la noche en una de las ramas del frondoso mango aparecieron dos luciérnagas con alas como ligeras muselinas. Estaba fascinado con la visión de estos insectos.
En un cortejo luminoso el macho se posó sobre la hembra y replegó su abdomen. La luz atrajo la luz y se formó un corazón que centelleaba. Las cuatro alas abiertas por completo flotaron en el frágil refugio del viento. Francisco sintió que el espíritu de Betsy tremolaba en el aire y en el rincón sombrío del viejo mango, conmovido con el vuelo nupcial que acababa de presenciar, la imagen de su amada apareció en todo su esplendor. Quedó perplejo. ¿Estás aquí o es una ilusión? preguntó desesperado.
Olía a rosa y azahares. Las nubes presagiaban nuevas tormentas. Francisco seguía en su mecedora sin moverse. La luna derramaba su luz en la raíz del árbol donde solo estaban las cenizas de Betsy.
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Tomado del libro Flores en la pared y otros cuentos, del Grupo Literario El Aprendiz de Brujo, Editado por la Fundación Arte & Ciencia de Medellín
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